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DORREGO Y LA DEMOCRACIA

                      Por el Prof. Gabriel De Witt

 

El mes de diciembre tiene para la política de nuestro país una connotación especial desde hace un tiempo. El 10 de diciembre de 1983 asumió como presidente Raúl Alfonsín, recuperando la democracia tras la más oscura dictadura que haya sufrido la nación en su historia. Llevamos 28 años de democracia ininterrumpida, algo inédito en 201 años de historia argentina. También fue en diciembre, pero de 2001, cuando la crisis económica y social casi atenta contra la democracia. Sin embargo creo que la democracia, como sistema, salió fortalecida de esa crisis. Pero si nos remontamos en el tiempo encontramos otro diciembre de crisis política. Dentro de todo lo caótico que fueron nuestros dos siglos de historia, aquel diciembre de 1828 es clave para entender la historia del país durante las siguientes décadas y la guerra civil entre unitarios y federales.

Manuel Dorrego tenía 40 años cuando asumió la gobernación de la Provincia de Buenos Aires en agosto de 1827. Se había destacado como militar durante las guerras de independencia en el Ejército del Norte, como subordinado de Belgrano y San Martín, aunque también había sobresalido su carácter rebelde, logrando ser sancionado por ambos próceres por su conducta. Al estallar el conflicto entre unitarios y federales, Dorrego defendió el federalismo y republicanismo de Artigas, algo completamente inusual para alguien de Buenos Aires. Desterrado por sus ideas, recaló en los Estados Unidos. Admirador del modelo de organización política de ese país, se opuso a los intentos de coronar alguna monarquía centralista en el Río de la Plata, ya sea española, británica o inca. Desde entonces, soñó y luchó por la formación de los Estados Unidos de la América del Sur.

Regresó en 1820 al país para liderar la facción federal de la política bonaerense, enfrentándose con Bernardino Rivadavia, líder del centralismo unitario gobernante. Dorrego encarnaba los intereses de la población de gauchos del campo y de la gente pobre de los barrios porteños. Hizo una fuerte campaña presionando al gobierno a declarar la guerra a Portugal, para liberar la Banda Oriental; no tuvo éxito ante la cerrada defensa del partido del gobierno. De todos modos apoyó la campaña libertadora de los Treinta y Tres Orientales.

Dorrego ganó prestigio en todo el país, menos en la clase acomodada de su ciudad, donde fue considerado un traidor a su clase. Lo pagó con su vida.

Defendió el derecho a voto de los “criados a sueldo, peones jornaleros y soldados de Línea”, argumentando: “¿Es posible esto en un país republicano? ¿Es posible que los asalariados sean buenos para lo que es penoso y odioso en la sociedad, pero que no puedan tomar parte en las elecciones? Yo no concibo cómo pueda tener parte en la sociedad, ni como pueda considerarse miembro de ella a un hombre que, ni en la organización del gobierno ni en las leyes, tiene intervención”.

Cuando el gobierno argentino firmó la paz que puso fin a la guerra con Brasil, perdiendo en mesas diplomáticas lo que se había ganado militarmente, el descontento popular obligó la renuncia del presidente Bernardino Rivadavia. Se disolvió el Congreso, se consideró caducada la presidencia, y se llamó a elecciones para una nueva legislatura porteña. Ésta nombró gobernador a Dorrego en agosto de 1827, quien quiso solucionar de manera más patriótica el problema heredado de la guerra, pero la presión económica, política y militar de la poderosa corona británica, logró trabar sus planes.

Si bien se mantuvo inflexible sobre la negativa a aceptar lo antes firmado, tuvo que aceptar la independencia de la provincia en disputa como Estado Oriental del Uruguay, lo que fastidió a la oficialidad del ejército. Esto lo aprovechó el partido unitario para deshacerse de quien buscaba reemplazar la democracia de los vecinos ilustres por una democracia mas amplia.

Cuando le dijeron que Lavalle, antiguo compañero de armas en el Ejército, estaba a punto de atacarlo, no quiso creerlo. El 1º de diciembre, sin embargo, Lavalle se puso al frente de una revolución y lo derrocó. Ese sería el primer golpe militar a un gobierno legítimamente elegido por el pueblo en la Argentina.

Mientras Dorrego se retiraba al sur de la provincia, los unitarios celebraron una elección, en la que sólo participaron ellos, que nombró gobernador a Lavalle. Para darse una idea de cuánta gente votó y con qué garantías, basta decir que se hizo de viva voz en el atrio de una iglesia, custodiada por el regimiento de Lavalle.

La orden dada por los unitarios a Lavalle era clara: había que terminar con Dorrego, fusilarlo. Y Lavalle, ganándose el apodo de “general sin cabeza”, cumplió.

Enterado de su destino, Dorrego advirtió: “¿Quién ha dado esa facultad a un general sublevado? Hágase de mí lo que se quiera, pero cuidado con las consecuencias”. Enseguida le escribió una carta a su esposa en la que expresó: “dentro de unas horas seré fusilado y todavía no sé por qué razón”.

Salvador María del Carril, uno de los que había empujado a Lavalle al Crimen, le escribía unos días después: “fragüe el acta de un consejo de guerra para disimular el fusilamiento de Dorrego porque si es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los muertos”.

Dorrego legó la mayor parte de sus bienes materiales al Estado y escribió al gobernador de Santa Fe Estanislao López que perdonaba a sus perseguidores y le pedía que su muerte no fuera causa de derramamiento de sangre. Sumaria y extrajudicialmente, Lavalle lo hizo fusilar en Navarro el 13 de diciembre de 1828. Su deseo no se cumplió: litros y litros de sangre fueron derramadas tras este absurdo fusilamiento. Y las consecuencias que Dorrego predijo fueron muchas décadas de gobiernos dando la espalda a los sectores mayoritarios de la población, o golpes de estado cada vez que los gobiernos fueron populares.

 

Gabriel de Witt, Dorrego y la Democracia. Del Periódico Mundo Cooperativo. Página 18. Año 16 – Nº 185. Diciembre de 2011.

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